El grito de Juan Pablo Escobar fue desgarrador:
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—¿Qué mataron a mi papá? ¡No puede ser!
Victoria Henao, la viuda, recuerda que diez minutos después entró una llamada y Juan Pablo contestó como si todo fuera una pesadilla que iba a terminar. Era la periodista Gloria Congote, que en aquel entonces trabajaba en el noticiero de televisión QAP. El corto diálogo que sostuvieron fue dramático.
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—Aló—, dijo la reportera.
—Ah, no me moleste ahora que estamos viendo si es verdad o es mentira lo de mi papá.
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—Acabaron de confirmar… la Policía lo acabó de confirmar.
—¿Ah? —.
—Estaba en el centro comercial Obelisco en Medellín, en el centro.
—¿Pero haciendo qué allá?
—No sé… la Policía acaba de dar un dictamen… una información oficial.
—Ah, hijueputa vida. Nosotros no queremos hablar en estos momentos, pero eso sí el que lo mató, los voy a matar a todos esos hijos de puta, yo solo los mato a esos malparidos.
La mujer que había amado a Escobar desde sus trece años, recordó en sus memorias:
“Juan Pablo colgó la llamada y todos nos mirarmos.
—¡No puede ser, no puede ser hijo! No puedes decir eso, tú eres el hijo de Pablo Escobar. Las palabras violentas, jamás, jamás, Juan Pablo. Tú no puedes ser violento, te van a matar. No puedo, no puedo más con tanto dolor—, dije desesperada y llorando.
Cuando escuché las palabras de Juan Pablo el mundo se me vino encima. Sin medir las consecuencias acababa de hacer una declaración de guerra. Su papá acababa de caer. ¿No se daba cuenta de las cosas? Juan Pablo había perdido los estribos. Su dolor era tan grande, se sentía tan abandonado, que habló sin pensar. Nunca, nunca, me sentí tan perdida como en ese momento.”
Juan Pablo Escobar acaso torció su destino: cuando tenía siete años, su padre Pablo Escobar Gaviria, el mayor y más peligroso narcotraficante y jefe del Cartel de Medellín, le dijo:
—Soy un bandido, asumilo. Quiza tu seas mi heredero.
Tenía 16 años cuando mataron a su padre, El Patrón, el más temido Era el 3 de diciembre de 1991. Juan Pablo se podía convertir en la cabeza del cartel, lo cuidaban los sicarios de su padre, tenía al alcance de sus manos todo lo que deseara y Escobar le había contado sobre su negocio ilegal y sus atentados y asesinatos.
Cuando recibió la terrible noticia, el joven, triste y enfurecido, lanzó una frase y sin saberlo desafió a los enemigos más poderosos:
—Yo solo les voy a matar a esos hijueputas.
Fue como un mensaje a Colombia. Fue como si ya hubiese ocupado el trono de su padre. Luego de cortar lo pensó y se arrepintió. Dio un mensaje de paz y pidió perdón por sus palabras que surgieron del dolor. Su sueño no era ser criminal.
Tras ceder la fortuna que amasó El Patrón a sus enemigos a cambio de sus vidas y saber que su familia paterna les había traicionado, se instaló junto a su madre y su hermana en Argentina. Pasó a llamarse Juan Sebastián Marroquín Santos, en busca de un anonimato que logró alcanzar durante varios años. Volvió a los focos mediáticos en 2009 con el documental Pecados de mi padre, en el que pide perdón a las víctimas del narcotráfico. Ha seguido la senda de la reconciliación con dos libros, publicados en España por Península: Pablo Escobar, mi padre (2014) y Pablo Escobar. Lo que mi padre nunca me contó.
Su vida nunca fue fácil. Es más, Jhon Jairo Velásquez, alias Popeye, uno de los matadores de confianza del capo, declaró una vez que Escobar le pidió a su hijo que rematara de un balazo a un enemigo, como una especie de rito de iniciación. Juan Pablo trató a Popeye de mentiroso.
Cuando vivía su padre intentaron asesinarlo varias veces. Lo amenazaron. Los jefes de los carteles se habían reunido y pensaron que lo mejor era matarlo. Suponían que Escobar Jr seguiría los pasos de su padre, pero Juan Pablo renunció a la violencia. Pero antes de eso, estuvo en la mira a punto de ser ejecutado.
Era el 3 de diciembre de 1993 y salían abatidos del entierro de Escobar. Juan Pablo además del dolor, era casi un hombre muerto. La familia no tenía salida.
Estaba a punto de llorar y de sentirse en un infierno cuando vio a un hombre sin brazos ni piernas que se movía con muleras y, sonriente, cantaba una canción.
Esa imagen lo alejó un poco de su dolor y su abatimiento. Si esa persona que vivía en la calle era feliz y luchaba para seguir viviendo, él debía seguir ese ejemplo.
Y con ese valor y esa esperanza logró negociar con los capos y salvar su vida.
La viuda cuenta en sus memorias que le tocó entrar en una negociación con “los principales capos del narcotráfico en Colombia”, liderada por los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, líderes del Cartel de Cali, José “Chepe” Santacruz y Hélmer “Pacho” Herrera. Ese proceso empezó en febrero de 1994 y duró, por lo menos, ocho meses, hasta que la mujer pudo pagar una deuda que, los otros narcos, habían calculado en 120 millones de dólares. Varias de las reuniones se hicieron en sedes del club América de Cali.
Uno de esos terribles encuentros, está relatado al detalle. Así lo recordó:
“Miguel Rodríguez Orejuela, cofundador del Cartel de Cali junto a su hermano Gilberto, tomó la palabra y arremetió con dureza contra Pablo y aseguró que la guerra les había costado más de diez millones de dólares a cada uno de los presentes y que esperaban recuperarlos. Luego explicó que otra de las razones de la cumbre era saber con certeza si la saga de Pablo Escobar estaba dispuesta a buscar el fin de la confrontación y alcanzar la paz. Y agregó:
—A propósito, señora, no pida nada por los hermanos de ese hijueputa de su marido. Ni por Roberto, Alba Marina, Argemiro, Gloria, Luz María, ni por la mamá, porque ellos son los que le van a sacar los ojos a usted; nosotros escuchamos los casetes que grabamos durante la guerra y casi todos ellos pedían más y más violencia contra nosotros.
—Puede que tengan razón en ese punto, don Miguel, pero no negocio si no está incluida la familia de Pablo porque él los quería mucho; le pido el favor que estén incluidos en estos acuerdos.
Un largo silencio fue suficiente señal para que los demás asistentes aprovecharan para emprenderla contra Pablo.
—Ese hijueputa me mató dos hermanos. ¿Cuánto vale eso, además de la plata que invertí en matarlo?—dijo uno de ellos.
—A mí me secuestró y tuve que pagarle más de dos millones de dólares y entregarle unas propiedades para que me soltara. Y por si fuera poco, me tocó salir corriendo con mi familia—, señaló otro con vehemencia.
—Su marido, señora, quemó una de mis fincas y también intentó secuestrarme, pero escapé y tuve que irme del país por varios años. ¿Cuánto nos va a reconocer por eso?—, indicó uno más.
La lista de reclamaciones se hizo interminable, pero la siguiente fue más pesada todavía. Y provino de un capo de Medellín al que se le notaba la furia y apretó los dientes para decir lo siguiente:
—Quiero saber, quiero que usted me conteste: ¿si nuestras mujeres estuvieran aquí sentadas con ese hijueputa de su marido, qué les estaría haciendo? ¡Conteste!
—No puedo ni imaginarlo, señores, no tengo una respuesta—, dije con la voz entrecortada y una extraña sensación de miedo invadió mi cuerpo.
La mirada de todos ellos era penetrante, escrutadora. Yo solo quería tener alas para salir del recinto y perderme en la estratosfera, pero la realidad me empujaba a seguir ahí.
—Dios es muy sabio, señores, y solo él puede saber por qué motivo soy yo la que está acá sentada frente a ustedes y no sus esposas—, respondí, ya sin titubear.
El último en intervenir fue Carlos Castaño, quien se refirió en los peores términos a Pablo y luego agregó:
—Señora, yo he conocido hombres malos sobre la tierra, pero ninguno como su marido. Era un hijueputa y quiero que sepa que a usted y a Manuela las buscamos como aguja en un pajar porque las íbamos a picar bien picaditas y se las íbamos a mandar a Pablo dentro de un costal. Ustedes eran lo único que a él le dolía”.
Victoria Henao también recordó cómo enfrentó a su hijo luego de esas negociaciones.
“Cuando por fin llegamos a Residencias Tequendama, no fui capaz de contarle a Juan Pablo que su vida no estaba incluida en los acuerdos con los ‘caleños’. Pasaron varios días sin que tuviera el coraje de decirle lo que estaba pasando y solo me quedaba encomendarme a Dios y pedirle que les abriera el corazón a los capos para que me escucharan, para que creyeran que estaba dispuesta a dar mi vida si mi hijo se desviaba del camino del bien”.
—Dice el fiscal De Greiff que estos señores de Cali quieren una retribución directa porque gastaron muchos millones de dólares en la guerra y dice que si la familia no paga matarán a todos los lugartenientes de Pablo que estén en la cárcel. El fiscal también dice que los Pepes tienen mucho poder y el gobierno no se puede dar el lujo de permitir que los antiguos miembros del ala terrorista de Pablo estén siendo masacrados—, resumió el abogado y ella se convenció de que debía cumplirles a los Rodríguez Orejuela.
Siguió Victoria Henao detallando esa negociación por la vida de los que amaba.
“Como el plazo para regresar con la lista de bienes era corto, empezamos a elaborar un balance de las propiedades de Pablo, así como de las pocas obras de arte mías que se habían salvado. Con Juan Pablo, siete abogados del bufete del doctor Fernández y un par de asesores contables, pasamos horas recopilando datos, al tiempo que yo visitaba las cárceles para preguntarle a los presos, porque no conocíamos buena parte de las posesiones que Pablo había adquirido en varios lugares del país. La tarea se complicó aún más porque mi marido llegó a comprar más de un centenar de caletas que les escrituraba a las personas de confianza que lo cuidaban en la clandestinidad.
Aun así, logramos procesar varias planillas que llevaría a la segunda cita a Cali para que cada uno de los capos escogiera. Aún hoy me cuestiono el comportamiento de los tíos de mis hijos, porque mientras yo suplicaba que les respetaran la vida, ellos atentaban continuamente contra la nuestra. Y lo que es peor: su intención era lograr que los jefes de los carteles desconfiaran de mí y mataran a mi hijo”.
Victoria comenzó a pasar un momento complicado con la familia de Escobar, cuando dos hombres que decían representar a los Moncada y los Galeano la citaron a diferentes reuniones en Bogotá. Querían mirar las propiedades del capo narco y conocer las obras de arte o las antigüedades que tenía antes de caer muerto en un techo de Medellín. Tenía que entregar todo como parte del acuerdo.
“Andrea, la novia de mi hijo -recordó la viuda- me ayudaba a escapar de los agentes del CTI que nos cuidaban en el barrio Santa Ana —a donde nos habíamos trasteado a mediados de marzo de 1994 pese a las protestas de los vecinos— y me dejaba cerca de la dirección a donde debía llegar, casi siempre a las ocho de la noche. Luego, ella iba a caminar en un centro comercial cercano, pero casi todas las veces sucedía que cerraban el lugar y como yo seguía en reunión le tocaba dar vueltas y vueltas hasta que la llamara. Andrea lloraba inconsolable, preocupada por el riesgo que yo corría en cada uno de esos encuentros con los capos o con sus representantes.
Mientras tanto, adentro yo la pasaba muy mal porque la presión era muy intensa y no hacían sino insultar a Pablo y calificarlo de monstruo. Tomaban whisky sin parar y cuando me ofrecían yo les decía que el licor no me gustaba y solo tomaba agua. Recuerdo que tenían cuentas irreales sobre el valor de las propiedades porque claramente les hacían caso a los chismes. Al punto de que en esa reunión uno de ellos me dijo:
—Señora, yo sé que usted tiene doscientos millones de dólares en obras de arte guardados en una bodega en Nueva York.
Lo miré con la seguridad de que lo que él decía no era cierto. Luego le dije:
—Señor, si usted me muestra el lugar donde están, no tengo problema en firmar, pero antes hagamos un acuerdo: ciento cincuenta millones de dólares son para usted y cincuenta para mí. Así señor que quedo a la espera de sus noticias y nos damos a la tarea de cerrar este pacto.
Como dato anecdótico de esas reuniones tan complejas y traumáticas, llenas de insultos y vejámenes, recuerdo que un día, luego de ir al baño, el guardaespaldas de uno de esos personajes se acercó y me dijo:
—Ay señora, qué pesar con todas las cosas que le dicen… voy a ver qué hacemos para sacarla de acá.
Los asuntos pendientes que dejó mi marido ocupaban buena parte de mi tiempo y los pocos minutos que me quedaban los invertía en tratar de estar al día en las cosas relacionadas con mis hijos y mi nuera. Además, debía estar atenta al funcionamiento de la casa. Si bien es cierto que la Fiscalía y el Ejército nos brindaron protección, se desentendieron de la alimentación de los cerca de cincuenta hombres que nos custodiaban. El apartamento en Santa Ana funcionaba como un restaurante, donde a diario había que darles comida a cerca de setenta personas entre los hombres de la guardia, los empleados que nos ayudaban y las visitas que llegaban —abogados, profesores, negociadores o familiares.”
La viuda de Escobar tuvo que contener a sus hijos durante los nueve meses que vivieron allí. Estaban tristes, deprimidos. Juan Pablo solo salió unas cinco o seis veces del lugar. Y para alegrar y distraer a la pequeña Manuela, algunos fines de semana organizaban una salida al restaurante La Margarita -donde le encantaba la comida- o la llevaban a montar a caballo. “Así lográbamos distraerla un poco de la tristeza y la soledad que sentía”, escribió Victoria.
Y cuenta una anécdota que marcaría esos días de encierro y temor por sus vidas.
“Por esa misma razón, y a pesar del dolor intenso que todavía nos agobiaba, decidimos que había llegado el momento de que Manuela hiciera por fin su primera comunión. Varias veces habíamos aplazado la ceremonia, pero ya no le dimos más vueltas y fijamos la fecha para el 7 de mayo de 1994. A la misa y a una pequeña reunión familiar asistió toda mi familia y una parte de los Escobar, pero fue un día muy triste porque la niña lloró todo el tiempo y su aflicción nos contagió a todos.
Sortear las circunstancias no era fácil. Cumplir con mi familia, con la Fiscalía, lidiar con los residentes del barrio que no querían que viviéramos ahí, asumir la negociación con los enemigos de mi esposo, ir a todo tipo de reuniones y en los sitios más inesperados, era sicológicamente agotador. La presión que tenía que soportar era a veces superior a mis fuerzas, y a pesar de ello nunca he tomado una pastilla para dormir. La entereza viene del amor por mis hijos, de la búsqueda de una vida más benevolente para ellos”.
Habían pasado varias semanas de negociaciones después de la primera reunión, cuando Victoria Henao regresó a Cali. La acompañaron su hermano Fernando y su abogado Francisco Fernández. Habían confeccionado una lista de las propiedades de Pablo Escobar, ella estaba dispuesta a entregar todo a cambio de que le perdonaran la vida.
“Nos recibieron los mismos narcos de la primera vez -recordó años más tarde- en la sede del Club América de Cali en el sector de Cascajal, y me tranquilizó saber que estaban dispuestos a desechar la propuesta inicial de que solo les entregáramos dinero en efectivo porque seguramente confirmaron que mi marido había gastado prácticamente todo su efectivo en la guerra. También debían saber que Pablo no era amigo de ocultar dinero en caletas y que gastaba a raudales. La reunión fue larga y tediosa porque se dedicaron a escoger uno a uno entre los 62 bienes incluidos en la lista que llevé. Pero a diferencia de nuestro primer encuentro, me pareció otra buena señal que aceptaran recibir el cincuenta por ciento de la deuda en bienes incautados y el restante porcentaje en propiedades listas para comercializar, eso sí, libres de apremios judiciales. Eso de apropiarse de bienes ‘emproblemados’ tenía una explicación: sus conexiones en las altas esferas del Estado les ayudarían a ‘lavar’ los bienes de Pablo, dejando por fuera a sus herederos. Lo que evidentemente sucedió”.
El encuentro fue clave para que la viuda sintiera por primera vez que podía salvar su vida. Le entregó a los enemigos de su marido un extenso y costoso lote de nueve hectáreas que Alex o el Fantasma —así le decían a Carlos Castaño, paramilitar que en algún momento había integrado los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar)— exigió por orden de su hermano Fidel Castaño. el líder del gripo. El extenso y costoso terreno estaba pegado a la mansión Montecasino, con lo cual Fidel amplió su poderío económico. También cedió al menos una docena de lotes en lugares céntricos de Medellín, donde años después fueron construidos algunos lujosos hoteles y costosos centros comerciales. El listado de bienes incluía igualmente un complejo de torres de apartamentos en El Poblado, cerca de la loma del Tesoro, adquirido por el capo del cartel de Medellín en la década del ochenta. En ese lugar quedaban aún disponibles más de diez apartamentos, que los jefes narcos se repartieron”.
La viuda permaneció en silencio mientras se hizo la repartija. Por su mente pasó una frase que su marido había repetido hasta el cansancio: “El día que me muera entrégales lo que te quede para que no te maten a ti y a nuestros hijos”.
—Señora, yo tengo el Dalí suyo, Rock and Roll, que vale más de tres millones de dólares; se lo devuelvo para que cuadre con esta gente – dijo Castaño
—Carlos… dale las gracias a Fidel por cumplir con su palabra, pero mi decisión es que él y tú se queden con esa obra para contribuir con la causa; y cuenta con que rápidamente te haré llegar los certificados originales.
—Doña Victoria, gracias, gracias por ese gesto… mi hermano se lo va a agradecer y muchísimo—. dijo el paramilitar sin disimular su sorpresa.
Tres horas más tuvieron que pasar para que terminaran traspasar los bienes de Pablo Escobar a sus enemigos. La gran mesa estaba tapada de papeles y documentos. Uno de los Orejuela fue quien rompió el silencio cuando ya nada quedaba por repartir:
—Pase lo que pase, en cien años no nacerá otro tigre igual a Pablo Escobar—, resumió Miguel Rodríguez y dio por terminada la reunión.
Antes de despedirla, el jefe del Cartel de Cali le dijo a la viuda que tenía que mostrarle algo. La llevó hacia un lugar apartado de la sede deportiva. De pronto abrió la puerta de habitación enorme con centenares de casettes, audios, cintas de los años en que habían seguido y espiado a Escobar y su familia.
—Mire todo lo que hay grabado y filmado. Durante años nos metimos al rancho de su marido y aun así casi no lo encontramos.
“Lo que vi fue sorprendente. Fue impresionante ver cómo nos seguían día tras día y por eso me pregunté: ¿cómo fue posible que con toda esa información sobre nosotros no lograran alcanzarnos?”, recordó la Tata años después.
Cuando regresó de Cali, comenzó a llorar. Sin consuelo, casi sintiendo que no podía respirar.
“La deuda con los principales capos estaba saldada -escribió en sus memorias-, pero el asunto de mi hijo Juan Pablo no estaba resuelto. Su vida seguía en vilo. Pero esta vez, a medio camino, sucedió algo inesperado y esperanzador entró una llamada de Miguel Rodríguez Orejuela:
—La viuda de Pablo no es ninguna boba; qué golazo el que metió hoy. Con lo del cuadro de Dalí se metió al bolsillo ni más ni menos que a Carlos Castaño, uno de los hombres más sanguinarios y peligrosos del país.”
La mujer sintió que ese era el camino. Ella había dicho que iba a pagar y estaba cumpliendo. Así siguió las conversaciones con Carlos Castaño, quien estaba al tanto de cada paso que se daba en el proceso de la entrega de bienes de Escobar. Fue éste quien le dijo a Henao que había llegado el momento de hacer acuerdos con los líderes de los Pepes. El encuentro debía ser clandestino y en Medellín, donde los paramilitares ya se estaban haciendo fuertes.
Días más tarde, cuando ella visitó Medellín, Carlos Castaño la pasó a buscar con una camioneta blindada y la llevó hasta una imponente finca.
“Bajamos del vehículo y otra vez mis piernas temblaban como si estuviera a cinco grados bajo cero- recordó Henao-. Sentía que caminaba en cámara lenta y muy en el fondo de mi ser me negaba a entrar al salón donde ese señor me esperaba. ¿Cómo miraría a los ojos a otro de los hombres que encabezó la cacería de mi marido?
—Buenos días—, saludé cuando finalmente Castaño y yo entramos a la espaciosa casa.
—Buenas—, contestó el señor en un tono seco, con desprecio.
Nuestras miradas se cruzaron y por un momento pareció que de sus ojos salían chispas. Entonces me lanzó la primera andanada:
—Señora, usted, viviendo tantos años al lado de ese monstruo, debe parecerse a él.
Era evidente que el aterrador personaje estaba muy enojado con Pablo y a través de él me miraba con odio, con la furia del pasado cercano. Pero yo tampoco estaba para soportar tanto porque llevaba ya muchos días aguantando y aguantando todo tipo de insultos, hasta que una extraña fuerza interior me gritó que ya no podía callar más. Y no callé:
—¡Le pido por favor que no me agreda más y no me trate así!—, dije a grito herido.
—No dan ganas de negociar con usted, señora… es que ese hombre hizo tanto daño.
El capo no parecía estar en un buen día. Asustada, miré hacia el gran ventanal que tenía enfrente y observé que cerca de veinte hombres caminaban muy lentamente alrededor de la piscina con potentes fusiles. Y respondí:
—Las guerras son despiadadas, señor. Fíjese: mataron a mi hermano Carlos, que era inocente, nunca intervino en guerras ni en narcotráfico y era un trabajador incansable.
—Señora, fue una equivocación.
—¿Y con equivocación y todo quién devuelve vivo a mi hermano?
—Su marido es el responsable de todo. Si por mí fuera, volvería a levantar a ese hijueputa de la tumba y lo mataría de nuevo.
—En una guerra hay responsabilidades de parte y parte. Lo que ocurrió es una locura total, una falta de conciencia sin límites—, repliqué.
La conversación no iba para ningún lado y así debió percibirlo Carlos Castaño, quien intervino para apaciguar las aguas:
—Escúchenme, estamos aquí para terminar con estos problemas de una vez por todas, pero parece que quieren continuar con esta guerra. A ver pues, doña Victoria, solucionemos esto.
El momento era más que complicado porque estaba al frente de un hombre que después de la muerte de mi marido había adquirido un gran poder en Medellín y el valle de Aburrá. Por fortuna ahí estaba Carlos Castaño y decidí aprovechar su presencia.
—Mire señor, estoy acá reconociendo que ustedes ganaron la guerra y vine a pedirle que nos perdone la vida a mis hijos, a la familia de Pablo, a la mía, a los trabajadores, a los abogados y mí. Y estoy acá para resarcir esos daños en una buena parte—, dije con la voz entrecortada.
Un gesto de Castaño me indicó que la reunión había terminado, que el crucial encuentro había sido un fracaso. Salí acobardada, asustada, más aún cuando los guardaespaldas se quedaron mirándome de pies a cabeza, como diciendo: ‘Si algún día te encontramos en la calle…’.
Subí a la camioneta y Castaño no tardó en recriminarme:
—Qué mal momento, doña Victoria—, dijo mientras yo lloraba inconsolable.
—Pero es que él me trató muy mal, ¿vos lo escuchaste?.
—Sí señora, pero es que ahora uno de los que manda aquí es él”.
Volvieron en silencio mientras Victoria Henao intentaba dejar de llorar. A la mañana siguiente, la viuda recibió un llamado telefónico que la despertó. Era Castaño y parecía nervioso.
—Señora, qué vamos hacer… ese hombre está enojadísimo con usted y se sintió muy ofendido porque la esposa del capo de capos vino a alzarle la voz. No lo tiene muy contento.
—Carlos, ¿qué debo hacer? Por favor, no quiero más problemas—, dijo convencida de que la muerte, otra vez, estaba cerca y que en esos instantes de terror debía medir cada frase, cada palabra, porque en cada una de ellas se jugaba la vida de los que amaba y la suya propia.
—Hágale un regalito, señora—, dijo Castaño-
Victoria Henao no dudó: llamó a su abogado, le dijo que buscara al capo de los Pepes y que le diera a elegir de la lista de bienes lo que él deseaba. También mandó sus disculpas.
Castaño fue que llevó las nuevas noticias:
—Señora, quedó muy conforme y dijo que dejáramos atrás aquel mal momento.
Victoria Henao respiró un poco más aliviada. Atrás había quedado otro enemigo, pero había más, como el comandante Chaparro, otro poderoso contrincante de Pablo, con quien había que ir a negociar al Magdalena Medio
A la reunión también asistió con Castaño, quien le dijo al enemigo de Escobar que su viuda estaba dispuesta a solucionar todos los problemas para lograr la paz: Luego de hablar de cosas intrascendentes durante algunos:
—Póngale precio a todos los daños que usted tuvo, dijo Castaño.
—Carlos ¿qué valor puedo ponerle a la muerte de mi hijo? ¿Qué valor a todos los atentados que me hizo Pablo? ¿A todas las personas que me desapareció?—, respondió Chaparro.
—Es claro comandante, pero yo estoy acá para que se acabe esta pesadilla; nadie quiere guerrear más y por eso la señora le está poniendo el cuerpo a esta terrible situación… una y mil veces habla de la paz, solo de la paz.
El aire era esposa, la tensión se podía respirar. La viuda se animó a intervenir:
—Comandante Chaparro, le puedo ofrecer dos fincas, una con una pista de aterrizaje y otra al lado del río, y algunas máquinas de la hacienda Nápoles, como la motoniveladora y la planta eléctrica, que son muy buenas y costosas.
Chaparro no respondió. Se quedó mirándola fijo en silencio. Ella tomó de nuevo la palabra:
—Comandante, son numerosas las personas que quieren una parte de lo que dejó Pablo y tengo que cumplirles a todas. Le ruego que comprenda que lo que le estoy entregando tiene un valor importante.
“Mi súplica tuvo eco porque el comandante Chaparro aceptó. Luego nos dimos un fuerte apretón de manos y cerramos el pacto. Me sentí más confiada y no desaproveché la oportunidad para preguntarles por el paradero de la niñera de Manuela, Nubia Jiménez, y de nuestra profesora, Alba Lía Londoño, secuestradas y desaparecidas por los Pepes en la primera semana de noviembre de 1993, cuando la persecución a Pablo ya incluyó a las personas más cercanas a nosotros.
—Señora… señora… mire estas extensiones de tierra… esto está lleno de desaparecidos; es imposible entregarle los cuerpos, no hay manera de encontrarlos.
Las duras palabras de Chaparro me trajeron de nuevo a mi triste realidad y lloré sin parar durante un buen rato. Luego contemplé el extenso paraje y no podía comprender cuánto dolor, cuánta incertidumbre, cuánta desesperanza había sepultada allí. ¿Qué respuesta les daría a los hijos de la profesora y de la niñera? ¿Cómo decirles que los cuerpos no aparecerían nunca? Recuerdo que tardé varias semanas en hacerlo porque me sentía completamente desgarrada. Pensaba en mis hijos y me negaba a enfrentarme al dolor de los suyos. No tenía el valor de mirarlos a los ojos. Mucho menos era capaz de contarles lo que había descubierto. No había palabras, no quería decirles que sus madres no regresarían jamás”.
Un helicóptero la estaba esperando. Chaparro extendió su mano. Ella le dio las gracias por haber tenido “compasión de mi familia”. Sintió que las piernas se le aflojaban, que iba a desplomarse. Cuando la nave partió, miró al cielo y le agradeció a Dios por seguir viva.
La siguiente reunión fue otra vez con los Rodríguez Orejuela del Cartel de Cali. Y la primera frase le heló la sangre:
—Señora, no se preocupe que después de esto va a haber paz, pero a su hijo sí se lo vamos a matar.
“La reiteración de la sentencia de muerte de Juan Pablo me llenó de temor-recordó en sus memorias- pero a diferencia de las reuniones anteriores sentía que podía apelar a la razón y convencer a los capos de Cali de que mi hijo no tenía intención alguna en prolongar la guerra y que yo sería garante de que eso fuera así.
—Señores, por favor, escúchenme una vez más. En este proceso están incluidas personas de muy alta peligrosidad. No entiendo por qué ustedes están tan empecinados en quitarle la vida si él es apenas un adolescente; yo soy la única mujer que está poniendo la cara y el dinero para alcanzar un acuerdo de paz y en reconocimiento a mi labor les pido le den una nueva oportunidad a mi hijo.
Silencio total. Los capos asistentes se quedaron un rato hablando en voz baja y luego algunos se fueron para otro lugar de la casa a conversar. Media hora después, por fin, se produjo una gran noticia:
—Señora, la esperamos en diez días con su hijo para resolver si sigue con vida—, resumió Gilberto Rodríguez.
Era un hecho: teníamos que cumplir la cita en Cali y debíamos prepararnos para lo peor. La cuenta regresiva había empezado y por eso no perdí tiempo para rezarle a mis seres queridos muertos, pidiéndoles protección y ayuda para la negociación Debía seguir soportando la hostilidad del vecindario, también me partía el corazón observar la impotencia de Juan Pablo, quien sentía que su muerte estaba cerca.
El momento que vivíamos era tan incierto que, aunque parezca increíble, a sus diecisiete años, siendo un menor de edad, mi hijo se sentó frente al computador y escribió su testamento. Con todo, muy en el fondo yo guardaba la esperanza de que, al presentarse voluntariamente ante los enemigos de Pablo, le dieran una segunda oportunidad. Pedía a Dios minuto a minuto que no me fuera a arrebatar a Juan Pablo, quien desde los siete años había tenido que dejar el colegio, a sus primos y amigos, soportar los encierros, las persecuciones y toda la serie de adversidades que acompañaron a Pablo en sus últimos años. Yo aprendí a vivir el día a día, y a soportar lo insoportable. Y ahora me daba cuenta de que ellos, mis hijos, no tenían por qué aguantar esta barbarie heredada”.
Pasaron los días, y cada minuto era más dramático mientras se acercaba el momento del encuentro con los capos del cartel de Cali. La viuda escribió: “Juan Pablo no podía evitar que lo invadiera una rara sensación de zozobra. Ya sobre las once de la noche se arrodilló durante un largo rato, rezó el rosario y lloró. Hoy todavía valoro que mi hijo conserva esa costumbre, así como la fe con la que se arrodilla cada día ante Dios para agradecer la posibilidad que le dio de seguir con vida y luchar por alcanzar un futuro mejor”.
A las diez de la noche del día siguiente, en un hotel de Palmira, donde esperaban el llamado de los Rodríguez Orejuela, los contacto Hélmer ‘Pacho’ Herrera. el cuarto en la línea de poder del cartel de Cali y los invitó a almorzar a la viuda y a los hermanos de Pablo hablar de la herencia y la repartición de los bienes, ya que la madre de Escobar así lo había solicitado.
—Don Pacho, no se preocupe que ese asunto lo resolvemos en familia porque Pablo dejó un testamento. Estamos aquí porque don Miguel Rodríguez nos llamó para hablar de paz y Juan Pablo, mi hijo, vino a arreglar su situación—, respondió cortante y el capo solo atinó a decir que se verían al día siguiente.
“El largo silencio que se apoderó del lugar me dio tiempo para reflexionar sobre el absurdo que significaba que una reunión en la que se definiría si mi hijo sería sentenciado a muerte, hubiera sido aplazada ¡por petición de mi suegra! para discutir primero la herencia de Pablo. En otras palabras, era inadmisible que mi familia política buscara al cartel de Cali para zanjar un asunto que solo les atañía a los Escobar Henao”, recordó Victoria.
Entonces, llegó la reunión con Miguel Rodríguez Orejuela. Los recibió sin demasiados preámbulos.
—Vamos a hablar de la herencia de Pablo; he escuchado reclamos de la mamá y los hermanos de él, porque quieren que en la repartición se incluyan los bienes que en vida les dio a sus hijos—, dijo sin saludar.
—Sí, don Miguel, estamos hablando de los edificios Mónaco, Dallas y Ovni, que Pablo puso a nombre de Manuela y Juan Pablo para protegerlos del asedio de las autoridades, pero eran de él y no de sus hijos. Por eso exigimos que entren en la herencia—, señaló la madre de Escobar.
El ambiente era de una tensión imposible. El aire se podía cortar con una tijera. Hubo chicanas, peleas, gritos. Los capos del cartel de Cali dejaron que todo transcurriera hasta que se levantaron de las sillas y salieron hacia el fondo del salón sin despedirse de los Escobar.
Victoria Henao se paró y corrió detrás de ellos. Les pidió cinco minutos para que hablaran con Juan Pablo. La hora cero había llegado. Ellos asintieron, se sentaron en otra sala y cruzaron los brazos. Juan Pablo dijo:
—Señores, vine aquí porque quiero decirles que no tengo intenciones de vengar la muerte de mi papá; lo que quiero hacer y ustedes lo saben, es irme del país para estudiar y tener otras posibilidades diferentes a las que hay acá. Mi intención es no quedarme en Colombia para no molestar a nadie, pero me siento imposibilitado de lograrlo porque hemos agotado todas las opciones para encontrar una salida. Tengo muy claro que si quiero vivir debo irme.
“Nunca olvidaré la palidez de mi hijo cuando pronunció esas palabras. Qué dolor recordar su imagen de pesadumbre y desesperanza”, recordó la viuda.
—Don Miguel, entiéndame, la vida me ha mostrado algo diferente. Por el narcotráfico perdí a mi padre, familiares, amigos, mi libertad, mi tranquilidad y todos nuestros bienes. Me disculpa si lo ofendí, pero no puedo verlo de otra manera. Por eso quiero aprovechar esta oportunidad para decirles que por mi parte no se va a generar violencia de ningún tipo. Ya entendí que la venganza no me devuelve a mi papá; y les insisto: ayúdennos a salir del país. Me siento tan limitado para buscar esa salida que no quiero que se entienda que no me quiero ir; es que ni las aerolíneas nos venden pasajes – continuó Juan Pablo.
Entonces Miguel Rodríguez Orejuela tomó la palabra y selló el destino de la viuda e hijos de su enemigo.
—Señora, hemos decidido que le vamos a dar una oportunidad a su hijo. Entendemos que es un niño y debe seguir siendo eso. Usted nos responde con su vida por sus actos de ahora en adelante. Tiene que prometer que no lo va a dejar salir del camino del bien, del respeto por nosotros y por la no violencia.
A Juan Pablo se le llenaron los ojos de lágrimas. Ocurrió el milagro de la salvación. Recordó otra vez al hombre mutilado que había visto en plena tristeza a la salida del cementerio. Ahora iba por una buena vida.
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