Recreación del objeto estelar Oumuamua a su paso por el Sistema Solar. Imagen: Observatorio Europeo Austral / M. Kornmesser
ENTRE DOS AGUAS
La vida fuera nuestro de planeta siempre ha intrigado a la ciencia. Surgen nuevas ideas sobre el ser o no ser de nuestros posibles «vecinos»
Abraham (Avi) Loeb es un astrofísico notable. Entre sus méritos se cuenta ser catedrático en la Universidad de Harvard, donde dirige el Departamento de Astronomía y el Instituto de Teoría y Computación del Centro de Astrofísica, que Harvard comparte con la Smithsonian Institution, y también el ser miembro del Consejo Asesor para Ciencia y Tecnología del presidente Joe Biden.
De no haber sido por tales reconocimientos, es probable que una de las ideas que defiende desde hace tiempo hubiera tenido poco eco, e, incluso, que hubiese sido ridiculizada. Recientemente ha vuelto a argumentar que es posible encontrar restos de vida inteligente analizando fragmentos de un meteorito que cayó en 2014, pero que se están recuperando ahora del fondo oceánico de las costas de Papúa Nueva Guinea, porque, sostiene, contienen pequeñas esférulas (formaciones esféricas) metálicas, que pueden ser de origen artificial extraterrestre.
Ya antes había propuesto que “Oumuamua”, un objeto que estaba atravesando en octubre de 2017 el Sistema Solar, podría ser parte de algo así como una vela solar alienígena acelerada por la presión de la radiación solar. Y, en esta misma línea de existencia de extraterrestres, no debemos olvidar las problemáticas y no confirmadas declaraciones que realizó el 26 de julio, en el Congreso de Estados Unidos, David Grusch, oficial de la Fuerza Aérea y antiguo agente de inteligencia, en las que afirmaba que el Gobierno, y en particular el Pentágono, ocultan pruebas de visitas de OVNIs a la Tierra.
La globalización actual dificulta, o más bien imposibilita, la existencia de grupos humanos que estén aislados de otros durante mucho tiempo
No voy a hablar sobre estas posibilidades, aunque sí recordar que a lo largo de la historia de la ciencia muchas ideas que parecían descabelladas resultaron ser ciertas. Tampoco sobre la coincidencia del último anuncio de Loeb con la inminente publicación de un nuevo libro suyo, Interstellar, que se suma al aparecido en 2020, Extraterrestre (Planeta, 2022).
Sí quiero, sin embargo, abordar una cuestión emparentada con las propuestas de Loeb, y sobre la que han incidido recientemente (1 de junio de 2023) el distinguido astrofísico británico Martin Rees (antiguo presidente de la Royal Society, Astrónomo Real y máster del Trinity College de Cambridge, en cuya universidad ocupó la cátedra Plumiana de Astronomía y Filosofía Experimental) y el también astrofísico y conocido divulgador Mario Livio, en un artículo titulado “La mayoría de los extraterrestres puede ser Inteligencia Artificial, no vida como la que conocemos”.
El problema de fondo es la denominada “paradoja de Fermi”, que toma su nombre de una anécdota de la década de 1950, cuando el físico italiano Enrico Fermi –instalado en Estados Unidos a partir de 1938 (aprovechó la visita a Estocolmo para recibir el Premio Nobel de ese año para no regresar a Italia, donde su esposa, de origen judío, corría peligro por las políticas racistas que estaba comenzando a implementar Benito Mussolini)– visitó Los Álamos, el laboratorio donde se fabricaron las primeras bombas atómicas.
Un día, mientras se dirigía al comedor, tres colegas, Edward Teller, el padre de la bomba de hidrógeno, Herbert York y Emil Konopinski, mencionaron una viñeta que acababa de publicar el New Yorker en la que se veía a extraterrestres robando contenedores públicos de basura de las calles de Nueva York. Más tarde, durante la cena, Fermi sacó de nuevo el asunto de los extraterrestres y preguntó: “Si existen, ¿dónde están?”.
Hace ya mucho tiempo que existen programas de investigación –como el famoso SETI, las siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre– que intentan detectar no ya vida extraterrestre, a secas, sino vida inteligente; la búsqueda de mera vida es actualmente un capítulo de la investigación de exoplanetas, y yo no dudo que en algún momento de un futuro no muy lejano se detectarán señales de su existencia. Los mecanismos para tratar de identificar vida inteligente en algún lugar de nuestra galaxia están basados en la detección de señales de radio u ópticas. Nada que objetar a semejante método, pero, argumentan Rees y Livio, “también deberíamos estar alertas para detectar construcciones no naturales”. En este punto es imposible no recordar las ideas de Loeb, aunque ellos no las mencionan.
Pero Rees y Livio van más allá, entrando en territorios fascinantes. Comentan que acaso existan límites químicos y metabólicos en el tamaño y el poder de procesar de los cerebros orgánicos, y que los humanos puede que estemos ya cerca de esos límites. Esta limitación del cerebro supondría un freno para que posibles civilizaciones extraterrestres –si existen– se alejasen de sus patrias planetarias.
Añaden que tales límites no tienen por qué afectar a las computadoras electrónicas, esto es, a la Inteligencia Artificial (IA), más aún teniendo en cuenta la computación cuántica, en vías de desarrollo en nuestra civilización. En mi opinión no es inevitable, como muchos piensan, que esa IA, esos “cerebros no orgánicos” terminen desplazando físicamente a los seres provistos de inteligencia orgánica, pero sí que es posible que en alguna civilización que haya existido, o exista todavía, hubieran sido “entidades” de IA las encargadas de explorar sistemas solares como el nuestro.
Puede, efectivamente, que, como entidades biológicas, estemos cerca del final de la evolución darwiniana, no solo por la existencia de los límites químico-metabólicos que he mencionado antes, sino también porque la globalización actual dificulta, o más bien imposibilita, la existencia de grupos humanos que estén aislados de otros durante mucho tiempo, algo que es necesario para que se den los procesos evolutivos que desveló Charles Darwin. Otra cosa es, evidentemente, la evolución dirigida mediante la aplicación de técnicas biológico-moleculares.
[Meteoritos, una cuestión de impacto]
En otras palabras, mientras que la evolución darwiniana puede estar cerca de su final, la evolución tecnológica de entidades provistas de IA muy probablemente se encuentra en su infancia. Y en este punto comienzan las especulaciones; por ejemplo, si las máquinas inteligentes, que, recordemos, ya son capaces de aprender solas, independiente de controladores humanos –el “aprendizaje profundo”–, podrían también empezar a mejorar sustancialmente sus capacidades, en un proceso de prueba y error no muy diferente al de la evolución darwiniana.
Y, ¿llegarían así a adquirir características que nos distinguen a los humanos, como la conciencia? El futuro dirá, pero por el momento lo que es razonable es ampliar los programas de detección de vida inteligente con el fin de que incluya a objetos producto de tecnologías avanzadas. Las posibilidades de éxito parecen pequeñas, pero…
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