Él era de creerse todo lo que decían sus redes sociales. Y sus redes sociales se abusaban de él, o más precisamente, los algoritmos de sus redes, que son esas formulitas cuasi mágicas, secretas y omnipresentes, que declaran qué podemos ver y qué no, a quien leer y a quien olvidar; bytes que nos ordenan los pensamientos, como un ayudamemoria en algunos casos o un quitapenas en otros tantos.
Y a él, de tanto andarse creyendo cosas, los algoritmos le fueron mostrando cada vez con más intensidad historias de conspiraciones, de planetas con formas raras y estrellas haciendo cosas impensadas para seres inanimados. En realidad, los algoritmos son solo programitas de computadora, pero desde sus aplicaciones le gobernaban los pensamientos; y no es que los
grandes potenciados del planeta anduvieran pensando a cada rato en él: simplemente, esos programitas descubrían sus debilidades y le ayudaban a potenciarlas, con el simple y claro objeto de tenerlo atrapado en esas redes, para lograr venderle cosas que muy probablemente de otro modo no habría comprado. Negocios, bah, solo negocios. Negocios que lo tenían como a un simple peón sin nombre específico en los archivos de esas aplicaciones, del mismo modo en que nos tienen a todos: como seres con billeteras (virtuales) que desean esto y odian aquello, y que es ahí a donde deben incitarnos a comprar; nada nuevo, la historia del
capitalismo, aunque más modernosa.
Pero él era flojazo para resistirse a lo que le proponían sus redes sociales, es como que le hubiera venido bien un amigo, un psicólogo o un hechicero umbanda; alguna persona que lo hubiera cacheteado lo suficiente como para despabilarlo un poco, pobre. En fin, ahí estaba él con sus redes, atrapado en las mismísimas, y convencido de que los extraterrestres estaban al caer para llevarse a los mejores, que los pedófilos tenían sus sedes en los sótanos de las pizzerías, y que los ladrones robaban en casas señaladas por símbolos raros, mientras la libertad se perdía si no le daban derecho a comprar todos los dólares que quisiera, que en definitiva, con los ingresos que tenía no habrían sido bajo ningún concepto más que los dedos de sus manos. Respondía a mensajes de personas desconocidas exaltado, con mayúsculas, como gritando. Le metía likes a cuanta queja se encontraba por delante, y ahí los algoritmitos se frotaban sus manitos digitales y le mandaban promociones y más promociones.
Tres budas, un gatito de esos que mueven la mano y una pirámide desmontable, ocupaban el espacio central de la habitación principal de su casa. Vapores varios ponían al aire del lugar como complejo de ser respirado, pero dentro de los parámetros aceptados por los pulmones, aunque casi al borde. Una imagen de la virgen acompañaba al calendario azteca en una de las
paredes de la sala. Al costado, una estrella de David, con sus seis puntas, declaraban que la Kabbalah también estaba entre sus creencias, por más contradictoria que pareciera la escena.
Es que no quería pifiarle; “más vale prevenir que curar” era su frase de cabecera, y por eso andaba, como bien se dice, prendiéndole una vela a cada santo y varios inciensos también, por las dudas. Y las dudas eran muchas, disfrazadas de certezas contundentes, definitorias, como verdades reveladas, pero contradictorias entre sí y, como regla general, contradictorias con
ellas mismas y altísimamente reñidas con la ciencia más básica que gobernaba a ese pequeño dispositivo que entre sus manos le ordenaba qué pensar.
Al parecer, lo vieron por última vez entre unos cerros, al oeste de su ciudad, mirando para arriba en un día capicúa. Tal vez se lo llevaron los extraterrestres que tanto esperaba. Tal vez se lo comió el chupacabras o simplemente el futre lo mató de un susto, en una cálida noche de verano. Existe también la posibilidad de que la madre naturaleza, con la ayuda de Darwin, haya hecho de las suyas librando al planeta de ese ser tan indefenso en lo cotidiano, pero tan peligroso los domingos de años impares en los que se elegían autoridades.
Sus redes sociales no se preocuparon mayormente por él. Lo mantuvieron activo mientras no fue un problema de almacenamiento en sus grandes depósitos de memoria, para luego descartarlo en la papelera de reciclaje como si nunca hubiera existido; aunque quizá, un ser así realmente nunca existió. O sí… pero no.
* Pablo R. Gómez, escritor autopercibido.
Instagram: @prgmez
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