Las crónicas del misterio están repletas de niños que viven experiencias extraordinarias. Y si los infantes habitan aldeas alejadas de las grandes urbes, pues mayores son las posibilidades de que sus relatos propaguen el asombro y trasciendan las fronteras. Entra en esta categoría el caso de Oscar Heriberto Iriart, un joven de 14 años que el mediodía del martes 2 de julio de 1968 llegó a todo galope hasta el campo de 72 hectáreas que administraban sus padres, Heriberto Antonio Iriart y Cesárea Donatti, a dos kilómetros del centro de Sierra Chica, localidad del partido de Olavarría, provincia de Buenos Aires.
Llegó, se apeó y cuando recuperó el aliento contó que a las 11.30 recorría a caballo el campo cerca de una alambrada. En eso, a unos 800 metros de la casa, vio a dos hombres que le hacían señas para que se acercara. Aquella mañana había descendido una espesa capa de neblina. Pese a la escasa visibilidad, notó que las figuras vestían un atuendo rojo, “como de amianto”, y luminoso. Tenían “máscaras protectoras”, cabellos blancos y ralos, y ojos inquietantes, como hundidos, que lo miraban sin parpadear. Se acercó confiado y uno de ellos le dijo en castellano: “¡Vas a conocer el mundo!” Oscar contestó: “Sí, cómo no, cuando tenga plata!”. Intentó ver sus piernas y a través de ellas vio el pasto, por lo que dedujo que eran transparentes; al mirar debajo, advirtió a sus pies enfundados en unos calzados negros. Sin el detalle de las piernas, explicó, “podrían ser hombres normales”.
Asustado, Oscar quiso escapar. Pero se sintió desganado, sin voluntad, no se pudo mover. El caballo tampoco. El diálogo continuó: “Nosotros lo llevaremos. Ahora no, pues tenemos mucha carga”, dijo uno de los seres, y señaló una nave discoidal gris de dos metros de diámetro posada cerca del zajón que separaba la alambrada del camino. Los hombres le entregaron un sobre blanco, forrado en violeta, que contenía un papel. Y le pidieron que hundiera el sobre en un charco “para demostrarle que no se mojaba”. No bien lo comprobó, la pareja ingresó en el aparato y éste despegó en vertical, alejándose a toda velocidad.
Oscar regresó a su caballo “como dormido” y, cuando el platívolo desapareció, galopó hasta su casa. Su madre lo escuchó absorta. “Sus ojos estaban desorbitados, como si estuviera saliendo de un estado hipnótico”, le dijo a Albano Loayza, redactor de El Popular de Olavarría. Del interior del sobre, milagrosamente seco, si es que alguna vez estuvo mojado, retiraron una hoja de cuaderno común donde se leía:
“Uste (sin d al final) conocerá el mundo. P. Volador”.
Esa tarde el padre de Oscar fue a buscar a otro de sus hijos a la estación de ómnibus de Sierra Chica. Comentó los sucesos a un vecino y en pocas horas se armó la de San Quintín: el campo de los Iriart se llenó de curiosos, comedidos y sesudos investigadores.
La carta era un pasaporte a la ignominia: la letra no se destacaba por sus caracteres extramundanos. Era la caligrafía de un niño. La policía comprobó que el papel no era resistente al agua: si no fuera porque un reportero gráfico inmortalizó el documento, de éste sólo hubiese quedado un mazacote de celulosa.
La familia estaba asustada. “¡Esos hombres horribles vendrán a buscarlo!”, repetía la señora de Iriart. Oscar también parecía nervioso. “Eran autoritarios y algo violentos”, dijo en Canal 8 de TV, cuando aludió a su nulo interés en cruzárselos de nuevo.
Efervescencia
En 1968, las historias reales cercanas a la ciencia ficción se colaban en la vida cotidiana de miles de argentinos. La polémica ovni cumplía 21 años. Flotaba un clima de revelación. Revistas como Panorama y Siete Días competían con Crónica, La Razón y 2001, que agitaban nuevas temporadas de visitantes de otros mundos. En la tele, aparecían alienígenas en Viaje a las estrellas y Los Invasores. El 27 de julio, La Razón publicó que Roy Thinnes y equipo se alistaban para venir a Olavarría, atraídos por el frenesí plativolista.
En Sierra Chica, el mismo día de los hechos, la credibilidad de Oscar Iriart iba a la baja. Algunos vecinos se ofrecieron acompañar a la familia y a los cronistas hasta el lugar para buscar elementos que permitieran corroborar el testimonio. Se sumó un tal Amarante, arqueólogo y aficionado a los platos voladores. La comitiva encontró en la zona del presunto aterrizaje tres perforaciones de 12 cm de profundidad ubicadas en los extremos de un virtual triángulo de 2 metros de base y 1,58 m en los otros lados. Amarante calcó las huellas en yeso y las midió con estacas, escuadras e hilo. “Es un triángulo isósceles perfecto que sólo un experto, con tiempo y elementos, está en condiciones de hacer”, sentenció. Y eso que en la secundaria Oscar ya había aprendido cómo usar un compás para trazar un triángulo.
La escritura poco creíble del mensaje, improbablemente garrapateada por los extraterráqueos, tampoco fue un problema para el experto. Las voces que el joven escuchó “fueron órdenes incrustadas en su cerebro por medios telepáticos”. La frase, añadió, pudo haber sido dictada por la misma vía –pese a que Oscar refirió haber conversado con los seres a viva voz.
De ojos claros, alto y rubio, Oscar era tenedor de libros en una panadería. Su única afición, contó, era la mecánica. Era un pibe sencillo y buen católico, sin interés en la ciencia ficción ni motivos visibles para urdir un engaño. Aun así, cuando su padre fue a presentar la denuncia a la comisaría de Sierra Chica, el sargento Raúl Coronel consideró que “por absurdo e imposible” no iba a tomar ninguna providencia oficial.
Idéntica suspicacia mostró la revista Así cuando le pidió a Oscar que escribiera la frase, a fin de comparar la letra. En enero de 1987 repitió el procedimiento el psicoanalista R. Banchs, ratificando que la caligrafía –chocolate por la noticia– era la del joven.
Iriart, que tenía 32 años cuando fue entrevistado por Banchs, mantuvo su versión original. Sin una confesión, el psicólogo decidió desacreditar el suceso y a su protagonista con lo que tenía a mano. Así, obtuvo de la señora de Iriart un dato picante: la mañana de su fama, Oscar había ido a buscar unas varillas con las que el padre había estado alambrando. Varillas + pozos de 12 cm = ¡huellas de aterrizaje! El psicólogo publicó un diagnóstico, improvisado en base a su única entrevista, en el que dejaba a la reputación de Oscar por el suelo. Hizo algo más (o algo menos): omitió en su “informe científico” el vuelco que dio el caso el anochecer de aquel día.
Cuerpo a tierra
Varios habitués del Club Sierra Chica decidieron salir a recorrer la zona donde Oscar tuvo su experiencia. En el grupo estaban el carnicero Carlos Marinángeli, su hermano José Luis, el empleado Walter Vaccaro, el mecánico Hugo Rodríguez y el propio sargento Coronel, quien acudió con su arma reglamentaria y una poderosa linterna.
En la medianoche del 2 de julio, las risas de Marinángeli retumbaban en la oscuridad. El carnicero, convencido de que la excursión iba a ser una pérdida de tiempo, atribuía la historia a “las pavadas que se ven por televisión”. Era inimaginable que el propio Marinángeli fuera quien pegara el grito de alerta: “¡Ahí viene corriendo una luz!”. A pocos metros del suelo, relampagueando en zig-zag, se desplazaba un objeto brillante, luminoso, “que no enceguecía ni echaba fuego”. Avanzaba hacia la posición del grupo, la misma donde el chico Iriart había tenido su encuentro doce horas antes. En pánico ante la posibilidad de ser arrasados por el aparato, los cinco hombres se echaron cuerpo a tierra. Cuando el objeto pasó por encima de ellos, Coronel extrajo la pistola de la repartición y apuntó a la luz, aunque no llegó a disparar gracias a la intervención de Marinángeli, a esas alturas presa del peor terror, que es el terror de los incrédulos arrepentidos. La Policía de Azul acudió a tomar testimonio de los conversos. “¡Sí, señor! ¡Los platos voladores existen”, contestaron con los ojos desencajados, según describió el diario La Razón del 4 de julio. El pato lo pagó el sargento Coronel, sancionado por haber dado su opinión a la prensa antes de informar a la superioridad.
El psicoanalista-ufólogo que divulgó un psicodiagnóstico confidencial del protagonista de una experiencia increíble no fue la última pena que sufrió Oscar Iriart, que hace 56 años fue, ante todo, un niño sobrepasado por el acoso de una legión de curiosos.
Oscar no conoció el mundo.
Administrador de la finca que heredaron él y sus hermanos, volvió a estar en los diarios en otras dos ocasiones. En 2007, El Popular publicó que había sido asaltado por una pandilla armada que se fugó “a toda velocidad” en un vehículo que nunca fue localizado. En 2016, fue noticia porque le robaron ganado vacuno de su campo.
Los violentos asaltantes “iban encapuchados”. Y las vaquitas jamás aparecieron.
¡Psico-ufólogo, al trabajo!
El autor publicó Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina (Sudamericana, 2009) y es editor de FactorElBlog.com.
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