“Si le hubiera preguntado a la gente qué quería, me habrían pedido caballos más rápidos”. Por fortuna o por desgracia, Henry Ford no preguntó nada a nadie, siguió su instinto, y cambió el transporte y los medios de producción industrial para siempre. Después del Ford T, el mundo no volvió a ser el mismo.
También el ordenador personal, internet o el teléfono móvil desencadenaron inicialmente tormentas de escepticismo. Luego, empresas y gobiernos acordaron ingeniosos planes de democratización tecnológica y capitalismo a todo color para hacerlas escampar. Del mismo modo, la inteligencia artificial (IA) se ha colado en nuestras vidas en forma de asistentes personales en el teléfono, comercio en línea, vehículos autónomos y traductores en tiempo real. No obstante, es ahora cuando empezamos a ser conscientes de que las máquinas van a transformar el futuro con aplicaciones y usos que todavía no somos capaces de imaginar. De hecho, ni siquiera los gobiernos de los países más importantes tienen demasiado claro cómo regular un fenómeno que “plantea riesgos significativos” para la vida humana, tal como se desprende de la Cumbre Mundial sobre Seguridad de la Inteligencia Artificial (IA) celebrada recientemente.
Lo que sí parece seguro es que este nuevo salto tecnológico traerá cambios poco halagüeños para aquellas profesiones cuyo alto grado de automatización las convierte en susceptibles de ser sustituidas por máquinas. Sin embargo, frente a actitudes neoluditas en pleno siglo XXI –el ludismo fue un movimiento organizado de artesanos británicos que durante las primeras décadas del siglo XIX llevó a cabo actos de sabotaje en fábricas textiles en las que destruían los telares y máquinas de hilar que, a su juicio, acabarían por eliminar sus puestos de trabajo–, parece que nuestra supervivencia residiría, una vez más, en el reciclaje. Algunos expertos coinciden en que la obsolescencia de ciertas profesiones se amortiguará gracias a que la innovación siempre genera nuevos puestos de trabajo. Por lo visto, como sucede con la energía, el trabajo ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.
El mundo laboral de la arquitectura es un buen ejemplo de este tipo de vaivenes. Las escenas de grandes estudios de arquitectura con mesas de trabajo ocupadas por decenas de delineantes regla y lápiz en mano nos parecen propias de un pasado muy lejano. La popularización del software de diseño asistido por ordenador –CAD, por sus siglas en inglés– revolucionó por completo la forma de hacer planos, pero también la de organizar la profesión. “Ya en los setenta nos dimos cuenta de que el mundo digital podía dejar a mucha gente en paro”, decía Rem Koolhaas hace solo unos meses en una entrevista para ICON Design. En efecto, la tecnología convirtió en prescindibles a muchos trabajadores, y hoy las oficinas de arquitectura se organizan con un número significativamente más reducido de personas.
“Por un lado, somos más productivos y eficientes; pero por el otro, nos obligamos a hacer cada vez más cosas por el mismo dinero, o incluso menos, con lo que hemos diluido esta eficacia. De hecho, a los arquitectos y a las arquitectas se nos debería pagar por pensar, no por dibujar o por aprender a mecanizar procesos”, sostiene José María Echarte, arquitecto y profesor en el Grado en Fundamentos de la Arquitectura de la Universidad Rey Juan Carlos. Experto en los fenómenos de precarización vocacional y becarización del trabajo asalariado en el mundo de la arquitectura, tal como analiza en su tesis doctoral Estructura laboral de la arquitectura en España (1211-2010) : del taller gremial al taller horizontal, Echarte considera que la irrupción de la IA puede traer más precariedad a una profesión ya de por sí precarizada. “La idea más extendida e inocente es que las IA serán ayudantes mecanizadas que liberarán a los empleados, que ahora podrán dedicarse a investigar. Yo creo que esa perspectiva no se corresponde con el proceder habitual en la estructura profesional española, donde siempre se ha escuchado eso de ‘mañana tengo aquí a tres estudiantes haciendo lo mismo que tú por la mitad de dinero’. La IA reformula esta situación: ya no es mañana, es ahora; y no es por la mitad de dinero, sino gratis. Creo que será problemático”, sentencia.
Entonces, ¿puede la tecnología convertir la profesión de arquitecto en prescindible? Hasta hace bien poco, la respuesta era inequívocamente negativa. Las máquinas podían facilitar las tareas más tediosas de un estudio de arquitectura y ayudarnos a producir planos y maquetas de una manera más rápida, sencilla y eficiente. Sin embargo, jamás podrían sustituir la capacidad de proyectar un edificio con sensibilidad y creatividad.
Ahora, esto ya no está tan claro porque, además de para la automatización de tareas pesadas, la IA también puede entrenarse para desarrollar algo parecido a una intuición creativa. Pinta cuadros y hace música, incluso junto a los Beatles, que han podido terminar una canción más de medio siglo después de su disolución. El Chat GPT pronto aprenderá a escribir novelas, si es que no lo está haciendo ya: George R. R. Martin, John Grisham y Jonathan Franzen son algunos de los diecisiete escritores que han denunciado a Open AI, la propietaria de Chat GPT, por “robo sistemático a escala masiva” de sus obras. La IA también amenaza a los guionistas de cine y televisión, así como a actores, que asisten atónitos a cómo las máquinas pueden crear réplicas digitales, un cóctel tecnológico que aviva las reivindicaciones laborales de un sector en pie de guerra en Hollywood.
“Estas herramientas quizá puedan mermar la creatividad si todos caemos en el mismo uso, pero pienso que sería un error evidenciar su gran potencial”, sostiene Guillermo Taberner Llácer (@estudiotaberner), arquitecto experto en la implementación de la IA generativa en el proceso de diseño. “Llevábamos tiempo bloqueados con un proyecto en el estudio. He podido generar más de veinticinco imágenes en sólo quince minutos con Dall·e3 de OpenAI. Ninguna se adapta específicamente a todo lo que le pedía, pero me permite ampliar el imaginario”. Taberner nos desarrolla su entendimiento de la herramienta: “Ya existen programas que analizan un modelado 3D y aportan soluciones para que un edificio resulte energéticamente más eficiente. No tardaremos mucho tiempo en ver softwares capaces de considerar parámetros básicos como las normas urbanísticas vigentes de una parcela, las condiciones climatológicas de su emplazamiento, las necesidades reales de los usuarios o los precios actualizados para generar un presupuesto, y combinarlos para producir un proyecto con todos los planos de obra necesarios para su ejecución”.
Mientras tanto, las redes se inundan de imágenes hiperrealistas de arquitecturas generadas por IA. Abundan las fábulas que representan edificios famosos de la historia de la arquitectura como si hubieran sido concebidos por otros arquitectos diferentes a sus verdaderos autores. ¿Se imaginan la Ópera de Sídney proyectada por Zaha Hadid, Antonio Gaudí, Frank Gehry o Le Corbusier? Los resultados oscilan entre la anécdota desconcertante y el chiste ridículo y, por supuesto, en ningún caso se acercan a la fuerza y sensibilidad del diseño original de Jørn Utzon.
De entre todos ellos, merece la pena rescatar el trabajo de Dr. Kohan, que plasma su investigación de las aplicaciones de la IA en la arquitectura con fina ironía. “Arquitectura, Calatrava, memes y todas las combinaciones posibles” es su lema, y en su cuenta de Twitter tan pronto ofrece parodias de arquitectura italiana hecha con pasta o iglesias y edificios clásicos vistos como juguetes baratos de bazar, como alaba “los beneficios de una educación clásica” en su serie de cúpulas y frontones griegos reconvertidos en gorros y mochilas. También narra la historia de la arquitectura desde los egipcios hasta la Bauhaus a través de juegos de mesa en su hilo sobre “una familia tradicional disfrutando de un juego un jueves por la noche”, en forma de maquetas para montar o en cándidos juguetes para regalar con los menús infantiles de McDonald’s.
Kohan se ampara en el sarcasmo para enmascarar una actitud crítica hacia la forma en la que se hace arquitectura en el siglo XXI. “Hay varias tecnologías que al principio nos fascinaban y que luego hemos olvidado, como la realidad virtual o, más recientemente, el Metaverso. Quizás con la IA suceda lo mismo”, declara para ICON Design. “Veo potencial en herramientas que ‘traduzcan’ información de un medio a otro, como convertir una bola de papel arrugado en una foto de una maqueta o un boceto en lápiz en una imagen fotorrealista. Eso las IA lo pueden hacer muy bien. Sin embargo, creo que, ante un escenario de saturación de imágenes fotorrealistas, el boceto a mano cobrará un valor mucho mayor”. Y prosigue: “Hay muchos aspectos del trabajo de un arquitecto que son automatizables y aburridos. Pero el diseño no es uno de ellos. ¡Los arquitectos amamos proyectar! Es la fase más estimulante de nuestro trabajo, y exige muchas sutilezas: desde el lenguaje que usamos para describir algo hasta la fuerza de los trazos de un lápiz. Esto requiere de una sensibilidad que las IA todavía no tienen y que tal vez nunca tengan”.
En la misma línea, Taberner defiende que “el arquitecto es más que un simple ‘ejecutor’. Ahora más que nunca debemos recuperar la figura del arquitecto como ‘humanista’, con un carácter más reflexivo, capaz de aportar una experiencia sensible que las máquinas aún no pueden producir”. Echarte se muestra menos optimista: “Utilizar la IA para proyectar un edificio no debería ser un problema siempre que sepamos por lo que pagamos. No es lo mismo hacer arquitectura pulsando una tecla, que con profesionales especializados a los que debes pagar, legalmente. Hay otras industrias que han sido capaces de transmitir esta cuestión de la calidad del servicio, y por eso un traje hecho a medida no cuesta lo mismo que uno hecho en serie. Lamentablemente, la precariedad en la arquitectura ha hecho que en nuestro sector esta cuestión no sea escalable”.
Volviendo a la Ópera de Sídney: su construcción comenzó cuando ni siquiera los ingenieros de la prestigiosa firma Ove Arup sabían cómo resolver los cascarones en forma de vela de la cubierta del edificio. Durante años se ensayaron más de doce soluciones, llevando la obra a un sobrecoste y un retraso inaceptables que acabaron por costarle el puesto a su arquitecto. Utzon no pudo ver su proyecto terminado: abandonó Australia y nunca más volvió. Ni siquiera figuraba en la lista de los invitados a la inauguración. A Frank Gehry podría haberle sucedido lo mismo con el Museo Guggenheim de Bilbao, pero el software de la industria aeroespacial CATIA le posibilitó hacer realidad las caprichosas formas de un proyecto constructivamente muy adelantado a su tiempo. ¡Ay! ¡Ojalá Utzon hubiera tenido a su disposición una IA para su ópera!
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