Nadie podrá salvarte (No One Will Save You, Estados Unidos, 2023). Guion y dirección: Brian Duffield. Fotografía: Aaron Morton. Edición: Gabriel Fleming. Elenco: Kaitlyn Dever, Zack Duhame, Geraldine Singer, Dane Rhodes, Elizabeth Kaluev, Lauren Murray. Duración: 93 minutos. Disponible en: Star+. Nuestra opinión: muy buena.
La frontera que separa al sueño de la pesadilla antes que delgada es reversible. Ambos lados se parecen, se asimilan, se nutren de la vigilia para convertirla en un viaje que puede parecer extraño y desconcertante, hasta revelarse terrorífico. Después, solo queda despertar. Salvo cuando eso ya no es posible. Algo de sueño y pesadilla tiene la película escrita y dirigida por Brian Duffield, que Star+ acaba de estrenar sin demasiada promoción, casi como un secreto que aspira a propagarse de boca en boca, si algo de eso es posible en esta era de las plataformas.
Pequeña, austera, con apenas un personaje importante y sin diálogos, Nadie podrá salvarte hace gala de una inteligencia notable en el cruce del terror y la ciencia ficción trasgrediendo parte del decálogo de esos géneros: mostrando demasiado a la criatura, desplegando varios falsos finales, y sobre todo eligiendo un trauma del pasado como eje decisivo en la confección de su personaje, sin por ello sumergirse en el didactismo y la falsa psicología. Director de la excéntrica comedia Spontaneous (2020), en la que un grupo de estudiantes explotan (literalmente) de manera inexplicable dando lugar a la deriva distópica de una pareja de enamorados, Duffield consigue los mejores augurios para su futuro en el cine.
El pueblo donde transcurre la acción parece quedado en el tiempo. Con sus callecitas y su ritmo pausado es un reflejo apenas colorido de la Kansas de El mago de Oz. Allí, en lugar de la malvada Miss Gluch, acechan los ingratos recuerdos de Brynn (Kaitlyn Dever), enterrados en el cementerio junto con sus muertos. Y como para Dorothy, para quien la tierra de Oz se encontraba en algún lugar al final del arco iris al que solo se podía llegar en sueños, para Brynn ese paraíso se recrea día a día en su casita de ensueño. Pequeñas miniaturas de colores pueblan su alejada morada, solitaria y placentera como una copa de vino al final del día. Lo único que la conecta con el exterior son las esporádicas encomiendas que trae el correo, las cartas nunca enviadas a su amiga Maud, los discos que traen las mejores melodías.
Pero lo bueno nunca dura demasiado. Una noche, como todas las demás, Brynn se va a dormir y un sonido extraño, un gorgojeo insistente, la despierta bruscamente. No hay electricidad pero una luz intensa llega desde afuera. Adentro, una delgada y sigilosa criatura recorre su casa. La expresión muda de Brynn anuncia el horror que se avecina. Lo que sigue es una de las apuestas más viscerales del terror reciente, sin demasiadas estridencias y con claras referencias: al relato de Jack Finney, La invasión de los usurpadores de cuerpos; a la tradición televisiva de La dimensión desconocida -la confección de los extraterrestres es deudora del imaginario de los 50-; al cine de David Lynch -sobre todo la estética pueblerina de Terciopelo azul-; y al registro siniestro de musicales como el clásico de Victor Fleming, película que siempre ha tenido su historial como inspiradora de la iconografía del terror.
Sin embargo, las citas están integradas al relato y la película se preocupa más y mejor por amalgamar su mundo que por el gesto de pedir prestado de otros, construyendo un estado de zozobra permanente que bebe de la incertidumbre del personaje al igual que de la del espectador. El derrotero de Brynn, notablemente interpretada por Dever, pasa de la incredulidad al shock, para luego alcanzar una extraña fuerza que roza la irresponsabilidad de la locura. Su gestualidad es perfecta para transmitir ese estado sin palabras, para acompañar un camino que le exige una permanente soledad sin auxilios ni explicaciones.
La lógica circular que traza Duffield en su historia, que parte del mundo propio del personaje para regresar a él como a una prisión, se replica en funcionales piezas de puesta en escena como los círculos en el pasto o la forma de las naves, sin con ello desviarse en una nimia simbología. El poder de esa concisión, que permite volver siempre sobre los mismos pasos -también los del baile- para encontrar lo previsible y -al mismo tiempo- lo escondido, es lo que permite aprovechar una iconografía fructífera -uso de sombras, espacios oscuros donde se aloja la amenaza, corridas por un bosque en penumbra- para dar magnitud a lo que ya intuimos desde el primer momento.
Como en las mejores películas, menos es más y con los recursos justos y los espacios adecuados se puede tejer una fábula perfecta en la que los sueños más reparadores son sin lugar a dudas las más crueles pesadillas.
Más historias