Un verano de mi infancia, mi tía Rafi, entonces profesora de Biología en un instituto del sur, me regaló el mayor puzle que jamás he tenido: 200 piezas que, cuidadosamente ensambladas, conformaban un mapa de la península Ibérica donde no había fronteras ni ciudades, sino el dibujo nítido de la fauna que poblaba el territorio, justo sobre el espacio de su hábitat. De aquellos días acalorados recuerdo perfectamente elaborar con ella esa cartografía animal, sentadas sobre el suelo del piso de mis abuelos, pues era el lugar más fresco. Así aprendí palabras como “urogallo”, o ese buitre que sonaba a gladiador imbatible, el “quebrantahuesos”, mientras ella me explicaba con la paciencia típica del buen docente sus modos de vida, hábitos alimenticios, patrones reproductivos… y otros detalles que la edad ha difuminado. Pasados unos años, olvidé nuestras improvisadas lecciones; desterré de mi vocabulario los términos que otrora me habían servido para imaginar universos paralelos al humano, mágicos; la década larga que viví en Estados Unidos terminó de sepultar bajo un manto de lengua anglosajona cada exotismo inútil al trabajo; es decir, casi todo mi español. Ayer, al leer que el 90% de los leones africanos han sido aniquilados, regresé por un momento a tal época de inocencia, y me pregunté serenamente: ¿qué será del Rey León, Simba, Nala…? A saber, qué porción de la vida está desapareciendo a pasos tan agigantados que los cimientos de la niñez se tambalean; sus paradisíacos paisajes ricos en biodiversidad son tan verosímiles como los extraterrestres, los vampiros o los zombis.
El interrogante se me presentó en sueños; me retorcí enredada en las sábanas trazando un camino retroactivo que me despertaba y retornaba en bucle cuando conseguía, de nuevo, pegar ojo, hacia las sombras de una educación sentimental que ha adquirido otro sentido conforme mis amigos han ampliado la familia y, especialmente, a partir del nacimiento de mi sobrina. Las fábulas de Esopo, si se escribieran de nuevo, ¿quién las protagonizaría? Caperucita Roja jamás podría haber mostrado temor por un lobo que escasea en nuestros bosques y cuya extinción en Andalucía, si bien ya era vox populi, se confirmó recientemente. Pero, más allá de mis propias coordenadas culturales y una nostalgia perniciosa, sentía el deseo de saber con qué alimentan sus curiosas cabecitas los niños de hoy en día; qué cuentos leen y cómo juegan a configurar su presencia en un planeta cada vez más pobre de riquezas naturales. Así que me calcé las zapatillas, cogí un cuaderno y una botella de agua y, al igual que en aquellas tardes tórridas con mi tía, fui en busca de aventuras animales, esta vez en una librería. Los Tres Cerditos no pasan de moda, tampoco ninguna criatura de granja; en distintas páginas coloridas conviven como si su existencia no desembocase en el matadero y los purines no contaminasen las aguas subterráneas. Al menos, esta pandilla se perpetuará en el tiempo al abrigo de una dieta insostenible —musité—.
Sin embargo, la fauna más atractiva, aderezada con texturas y sonidos a pilas, parecía ser la salvaje. El león remolón (Combel, 2005), decía un volumen que reposaba en los anaqueles, es un simpático amigo a quien “le gusta la siesta / pero salta y ruge / si alguien le despierta”. Le ofrecía su compañía el señor elefante, ese que según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) se encuentra en peligro, o bien en peligro crítico, dependiendo de la subespecie. “El gracioso chimpancé / con su pelaje tan suave / es todo un mono bebé”, asimismo próximo a la extinción a pesar del ocurrente poema. La estantería adyacente, para niños un poco más mayores —en torno a cuatro años—, albergaba múltiples ejemplares de la misma temática, ligeramente complejizada: caballitos de mar (cuya población no para de menguar); ballenas (cruciales en los procesos oceánicos de absorción de carbono, en declive); osos polares (los mismos que observan cómo el Ártico se derrite sin remedio, como quien percibe la casa desmoronándose bajo sus pies); insectos varios, entre los que destacaban las abejas (diligentes polinizadoras de nuestras cosechas, también amenazadas). La pequeña abeja Maya, entonaba yo tres décadas atrás, “vuela sin cesar / en su mundo sin maldad”, pero, lamentablemente, ese mundo ha sucumbido y ahora habría sido fulminada por un reguero de pesticidas.
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Poco a poco, fui recorriendo el pasillo dedicado a las generaciones más jóvenes, desde el contenido apto para bebés hasta la primera adolescencia, alternando las notas que tomaba con suspiros angustiosos, y me percaté de que, mucho antes de predominar la abstracción que caracteriza la fantasía de, por ejemplo, un Harry Potter, a la infancia se la educa a base de seres reales, cercanos, aunque adaptados a sus circunstancias. Entre los lomos de aquellos libros acartonados, forrados parcialmente con telas y plásticos o poblados de recovecos maravillosos que abrir y cerrar para que la experiencia resulte más táctil que cualquier pantalla, se desprendía un aroma a duelo, un estupor que la mirada adulta, si es crítica, podría calificar como surgido de un robo feroz a mano armada. Dentro del establecimiento, las baldas que he ignorado tantos lustros me devolvían una suerte de enciclopedia del exterminio, pues rara vez lograba asir un cuento que no contuviese una especie ausente de nuestros campos, selvas, mares, reducido su número a unas cuantas reservas, a la mera anécdota si se compara con los ejemplares de hace nada, la memoria de los adultos que peinamos más o menos canas. Que en el último medio siglo haya sido erradicada un 70% de la vida salvaje, incluyendo fauna y flora, compone una tragedia sin parangón en la historia de la humanidad. No obstante, esta transcurre inherente a otro golpe quizá de mayor calado, la equiparación literaria de la biodiversidad a la categoría de animal mitológico: leones y dinosaurios parecen salidos del mismo reino.
A eso se suma otro fenómeno grave que, si el devenir medioambiental continúa su curso, no tardará en generalizarse. Me refiero a la borradura sistemática de un imaginario colectivo vinculado a la naturaleza y su raíz más pueril, la tortuga y la liebre, la cigarra y la hormiga, de la misma forma que se han perdido una miríada de saberes indígenas y conocimientos rurales, al igual que apenas acertamos a nombrar dos o tres especies de dinosaurios, cuando había más de mil. Privándolos de biodiversidad, a nuestros hijos se les arrebatarán los vocablos con que definirse, como en una terrorífica novela de Orwell, latrocinio que ya está materializándose al enseñarles a bregar con este caos a partir de animales que contemplarán en un zoológico, o directamente nunca verán. ¡Aprendo a reconocerlos! —rezaba la portada de uno de los volúmenes, tan falaz como ingenuo—. Tal vez no sea lejano el día en que la niña, el niño, identifiquen al animal únicamente con el ganado, y a este con la comida, más allá de perros y gatos. A mí, por lo pronto, me ha vapuleado el corazón visitar la sección de cuentos infantiles de la librería, tanto como regresar a casa y corroborar que el urogallo y el gladiador quebrantahuesos se hallan, también, al borde la extinción, tanto como las tardes estivales tirada en el suelo con mi tía frente al gozoso enigma de un rompecabezas ya resuelto.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
Más historias