Este verano ha surgido de nuevo el fantasma de los objetos voladores sin identidad, los célebres UFO, solo que esta vez algunas autoridades americanas bien situadas y de alto rango, gente de la NASA, por ejemplo, son quienes han hablado de ellos con imperturbable seriedad. Incluso han afirmado que guardan en un almacén una diversidad de objetos inexplicables (que incluyen restos orgánicos) a la espera de que se determine si son humanos o cósmicos. Seguramente al final serán tan sólo cómicos.
Ya nuestro querido filósofo, casi siempre equivocado, Th. W. Adorno dedicó un ensayo entero a desmentir que hubiera tal cosa como marcianos, venusinos o, en general, seres vivientes de otro planeta interesados en aparecerse ante los humanos. Lo explicó con muchas circunvoluciones y ecos que resonaban en las concavidades de la gruta de Freud como voces astrales.
Un alcalde español, creo recordar que era del pueblo de Bélmez, en la parte de Jaén, allí donde ya habían aparecido «las caras de Bélmez», insólitos retratos de gente desconocida o quizás muerta, fijados en los muros encalados y suelos de yesería de algunas habitaciones villanas, quien acabó con el terror popular cuando también hicieron su aparición unos marcianos. El alcalde reunió a la población en la plaza mayor y desde el balcón municipal lanzó a voz en grito la siguiente e irrefutable pregunta: «¿Pero vosotros creéis que si hubiera marcianos elegirían precisamente este pueblo para manifestarse?».
En cuanto a las caras, tras el fallecimiento de María Gómez, propietaria de la vivienda de las apariciones, no han vuelto a verse nuevas y las antiguas se han ido desvaneciendo lenta e inexorablemente.
«La gente no puede renunciar al sueño de que unos seres inmateriales nos custodien desde las esferas celestes»
La verdad es que, ahora que lo pienso, me parece que se trataba de dos alcaldes distintos, uno el de las caras y otro el de los marcianos, pero da lo mismo porque lo que nos importa es otra cuestión: el asunto curioso de la gran credulidad que generan siempre estos fenómenos llamados «paranormales» y que Adorno considera hijos nostálgicos de las divinidades extinguidas. Lo mismo podría decirse de las vírgenes que se muestran sentadas en las ramas de un árbol frondoso o las meigas que circulan como fuegos fatuos por entre los bosques gallegos en las noches tenebrosas y de luna roja.
Porque lo cierto es que, a pesar de la invasión técnica que sufrimos, no hay modo de acabar con la credulidad. El proceso de implantación cada vez más acentuado de la ciencia y lo científico en nuestras sociedades como única verdad verdadera, no impide que las gentes sigan manteniendo una credulidad agraria y medieval. Bien comprenden que la verdad científica es lo en verdad verdadero, pero no pueden renunciar al sueño de que unos seres inmateriales, a la manera de los ángeles de la guardia, nos custodien desde las esferas celestes.
A veces pueden verse por la televisión algunos niños que con ojos muy abiertos y luminosos piden firmas a sus héroes futbolísticos, y también la benevolencia con la que estos semidioses les observan y complacen sus deseos con un rotulador giróvago. Es el único momento en el que la candidez, así como la necesidad de que existan seres superiores a nosotros, tienen un lejano resplandor de belleza perdida.
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